La deva

—No, no me he equivocado de lugar y de hecho quiero tatuarme esa bailarina—Y señala con el dedo el libro del aparador.

—Aeshma Deva —susurra el anciano, como si tuviese miedo de pronunciar su nombre en voz alta—. Este tatuaje no es muy indicado, es una Deva, no trae buena suerte dibujarse una diosa en la piel. Ese libro no es un catálogo, sino un libro avéstico, religioso. Tengo otras, muy bellas danzantes, en el muestrario de donde podrá elegir —insiste apremiante el buen hombre.

—No, quiero precisamente esa.

—Pero señor… es por su bien —insiste el anciano.

Foto de Jo Kassis en Pexels

Se la tatúa en el vientre, así con los movimientos del abdomen daba la sensación de bailar alegremente. Aeshma, a media noche, forma parte de él y está muy contento de su nueva compañera. El dolor le recuerda su presencia bajo la ropa. Se siente confortado pese a ello, y su propósito de buscar compañía en una profesional se desvanece con cada paso que da hacia su casa.

No siente deseos de cenar, le duele la herida y se acuesta tras tomarse un analgésico.

Aquella noche sueña con agua, profundidades marinas donde la oscuridad reina. Solo pequeños puntos de luz estremeciéndose en la lejanía. Es como mirar el cielo, ver las distintas estrellas y el latir de los planetas. Una de aquellas luces pulsantes, una púrpura, brilla con más intensidad. Al fijarse en ella, deja de palpitar y de pronto comienza a acercarse velozmente. A medida que se aproxima ve que la luz se divide en dos. Parpadea tratando de enfocar mejor y se encuentra, ante su cara, con aquellas pupilas rojas que lo miran fijamente, sin pestañear. No hay ninguna amabilidad ni humanidad en ellas. Una mueca en aquella cara parece querer dibujar una sonrisa aunque solo consigue mostrar unos dientes afiladísimos.

Siente agujas que se clavan en su vientre y despierta bañado en sudor. Le arde la herida tatuada. Piensa que se habrá infectado un poco y medio dormido busca algodón y un poco de yodo para limpiarla.

Despierta a la mañana siguiente con el algodón aún en la mano, apoyada sobre el vientre. Rememora que le había dolido la herida y que la limpió, pero ya no recuerda nada más. Se debió quedar profundamente dormido. Se incorpora sobre sí y mira el tatuaje. Parece estar bien, pero ve que han desaparecido dos de los velos de la danzarina. Solo tiene cinco. Seguramente aquel anciano lo engañó y dos de los velos simplemente los pintó para ganar tiempo y ahorrarse el trabajo del punzado. Trata de comprobar que no lo ha timado frotando con el algodón humedecido en colonia, pero el dolor de la irritación le hace desistir del empeño. Se está haciendo tarde para el trabajo.

El día transcurre plácidamente, acaricia ver cumplido su pequeño deseo al finalizar la jornada. Cuando por la noche llega a casa, cena rápidamente. Luego busca entre las estanterías llenas de discos y finalmente encuentra uno de música turca, derviches giróvagos. El ritmo sugestivo llena el aire y se quita la camisa. Frente al espejo del armario, contempla a la bailarina. Ella parece mirarle invitadora, insinuante. El hombre contrae los abdominales lentamente y envía desde ese epicentro una onda a su blanda barriga que agita a Aeshma dando la sensación de danzar. Repite el movimiento y ella se agita nuevamente y Mauricio ya no puede detenerse. Su cuerpo, su vientre se mueven, hacia dentro y hacia fuera, en movimientos ondulantes y repetitivos. La bailarina, incansable, sigue la cadencia. El sudor recorre su cuerpo en hilillos, sus cabellos pegados a la frente, su vientre brillante y húmedo. Ella parece sonreír satisfecha cuando por fin el hombre se detiene. Al tumbarse sobre la cama, los latidos de su corazón resuenan en su pecho y en sus oídos aplacando todo sonido; solo escucha el bombeo de la sangre, el ritmo de la vida. Un eco le responde desde las profundidades de su abdomen, pero no lo oye.

Al despertar, recuerda que nunca había sentido correr la energía por sus venas con la intensidad de ayer. Por eso, las horas de trabajo se le hacen eternas en tanto no llega la noche, su oasis, su harem, donde Aeshma, su princesa, baila para él.

Es su tercera noche juntos. Antes de acostarse, prepara de nuevo la música. Ha comprado un disco de melodías egipcias utilizadas para el baile del vientre. Ahora es una danza popular y conocida. Ha leído algo sobre el tema, estimula en la mujer los aspectos más secretos, más femeninos. Dicen que antes la mujer era el espacio, la matriz del mundo y los hombres una simple estrella. Luego cambiaron los tiempos y ellos tomaron el poder y las sometieron temerosos de su energía creadora y sustentadora de la vida.

Con las primeras notas se desviste hasta quedarse únicamente con el slip, para así poder contemplar mejor a la bailarina. Comienza la percusión rítmica. Una solista acompaña a los músicos y siente que es ella la que canta, incitándolo. El ritmo acude a su barriga de nuevo. Aeshma inicia los movimientos de sus caderas ondulantes, dibujando el infinito en un movimiento muy sensual. A su pelvis le siguen sus brazos, sus manos y todo su cuerpo, y sonríe tentadora mientras acelera el compás. Mauricio solo la ve a ella. No ve el espejo, ni su cuerpo agitándose, replicando con cada gesto de su barriga, de sus piernas y de sus brazos, a los que ella hace. Un espectador ajeno no sabría distinguir quién mueve a quién, quién es la realidad, quién es la sombra. Siente el solitario danzante que con cada movimiento de pelvis algo despierta en sus entrañas. En las profundidades de su sexo, una serpiente de fuego se desenrosca y se alza empujando a la manifestación de su poder…

Q.M. – Fragmento de: Tatuaje