13 Hojas de otoño – Prólogo

La entrada de hoy es para comunicaros que me llegó, muy recientemente, la edición de mi nuevo libro de relatos 13 Hojas de otoño. Una pequeña tirada de pocos ejemplares con la que se cierra el ciclo de los cuentos, al menos temporalmente. Al igual que ocurre con todos los que escribimos, no soy la excepción, siempre hay algo que bulle…no sé si algún día del humus de la mente, como decía J.R.R. Tolkien, surgirá algo digno. Estoy intentándolo. Una cosa lleva a otra. No hay prisa, solo una serena contemplación de aquello que va aconteciendo.
Hablar de mi trabajo, siempre me ha costado mucho. No soy un erudito, ni un filólogo, ni un literato, presentarme ante un público me es difícil, soy tímido, y a menudo la palabra “escritor” la siento como algo ajena. No hay más que leer lo que algun@s escribís, en esta pequeña constelación de blogs que sigo, para que se haga auto-evidente esto que afirmo.
Por ello, hoy os dejo las palabras que otra persona, profesor de técnicas narrativas, ha escrito sobre mi obra. Es el prólogo que da inicio al libro, gentil y generoso. Gracias Néstor Belda.

PRÓLOGO

La esencia de un prólogo es presentar y acreditar al autor y su obra. Entonces, me pregunto: ¿Por qué escribir un prólogo a «Trece hojas de otoño»? Quizás, hasta sea una impertinencia. Ni Quirico Molina, ni los relatos que conforman esta colección, lo precisan; la lectura lo hará todo.
«Trece hojas de otoño» es una obra en la que, desde la estética de un lenguaje sencillo, sus relatos enamorarán a los más acérrimos amantes de la belleza poética, pero también a aquellos que buscan una narrativa que los deje frente a frente con historias vivas. Si me pidiesen que definiera el conjunto de las piezas de este libro con una sola palabra, diría «rotundidad». Por debajo de ese plano estético que define la prosa de Quirico Molina, como un río de lava, discurre una temática punzante, a veces presentada con escenas y escenarios que coquetean con el realismo mágico, y, en otras, impregnadas de un realismo tangible e incómodo, como la vida misma.
La buena literatura se caracteriza por ser una vivencia para el lector, equiparable a las experiencias emocionales que nacen de las relaciones con nuestros semejantes y con el entorno. Adentrarse en un bosque de la mano de este escritor es sentir la humedad o el frío, percibir los olores y los colores, escuchar el crujir de la hojarasca, o estremecernos con sus sombras. Yo estuve con Joaquín en «El armario», contemplando las motas de polvo que, frágiles, leves, flotaban en un haz de luz; y también fui seducido por los siete velos de Aeshma Deva en «El tatuaje». Pero también, con este libro, he vivido la experiencia de leer una prosa rigurosa y placentera, y el estupor de sentir por dentro lo que con cada palabra, cuidadosamente seleccionada, Quirico Molina nos transmite. No es lo que dice, sino las sensaciones que produce. No son las escamas sangrantes y resecas de Iremi en «La sirena», sino la certeza de que, una y otra vez, todos cargamos con ese calvario.
Veo a un escritor que sabe encantar al lector con la música de sus frases, pero que en el sustrato, sutilmente, nos muestra la piel áspera de la naturaleza humana. Leer a Quirico Molina es situarnos en el teatro de esta humanidad frágil, de valores perdidos, de oídos sordos a los gritos de la naturaleza, pero envuelta en un halo de esperanzas.
«Trece hojas de otoño» os llevará más allá de las palabras y, por eso, os recomiendo que preparéis vuestros ojos, pero no los de leer, sino los de contemplar.

Néstor Belda
Mayo 2015

Escribir desde la fragilidad del oficio

“Todas las artes tienen un objetivo: la emoción humana. De hecho, un lector no cerrará el libro mientras la lectura le transmita emociones…”

Con esta frase como aperitivo, comparto un fragmento de las reflexiones lúcidas,  llenas de sensibilidad y sabiduría del escritor Néstor Belda.

“Pero ocurre que todas las artes cuentan con alguno de los sentidos físicos, el oído, la vista, el olfato, sentidos que son la puerta de entrada a las emociones de quien la contempla. Los pintores cuentan con el sentido de la vista, con los colores e, incluso, con las texturas y las dimensiones. El músico, con el oído del oyente. El director de cine y los actores, con el oído, la vista e, incluso, con la estimulación visual del sentido del olfato y el gusto. El teatro cuenta con el decorado, con los artistas, con los distintos tonos de voz, la iluminación. Uno ve una hamburguesa en el cine y reproduce sabores y olores. Pero el escritor solo tiene… palabras.
Solo palabras. Un elemento cotidiano. Usamos las palabras para comprar el pan; las vemos en la ducha, en el envase del champú; en la calle, señalizando el tránsito o en anuncios de diversa índole; en el supermercado; en la prensa; en la televisión. Estamos rodeados de palabras. Las leemos, las escuchamos, las escribimos, las pronunciamos. Es más, todos, unos mejor que otros, nos arreglamos con las palabras. Todos sabemos leer y escribir. En cualquier diccionario tenemos a nuestra disposición las mismas palabras que usaron Hemingway, Gabriel García Márquez, Borges… Los escritores no tenemos colores, ni sonidos, ni sabores, ni olores. Tenemos la palabra azul, pero no tenemos el color azul. Y podemos combinar palabras, por ejemplo, «se escuchaba el murmullo de arroyo», pero, así todo, no tenemos ni el sonido ni la visión del arroyo. Los escritores somos artistas indigentes. Solo tenemos palabras y con ellas debemos estimular los «sentidos mentales» del lector y fabricarle una vivencia que llegue a su intimidad emocional. Esa es la fragilidad del escritor. Esa es la fragilidad e indigencia que siento cuando me dispongo a escribir. Solo con palabras tengo que fabricar una experiencia emocional para el lector. ¿Por qué? Porque lo que perdurará en su memoria no son las palabras, sino la experiencia emocional.

Recordando a Clarice Lispector, para el escritor que comprende la esencia del arte de la escritura, la palabra es solo una carnada para atrapar al lector, para que el acto de lectura quede en un segundísimo plano y se convierta en una experiencia viva. Allí radica, creo yo, la esencia de la escritura literaria: Construir para el lector una vivencia emocional que jamás pueda olvidar. Una vivencia que eche fuera las palabras. Es un juego del lenguaje donde las palabras escritas no están destinadas a ser leídas, sino a ser vividas; ni siquiera están destinadas a habitar en los libros, sino en la intimidad emocional del lector.

Llevo treinta y ocho años sintiendo esa fragilidad cada vez que me siento a escribir. Más precisamente desde los catorce, cuando leí por primera vez un cuento de Borges. Y si me he decidido a publicar, además del empeño puesto por amigos escritores que me han alentado, es porque siento que, aunque sea con una sola de las historias de «Todas son buenas chicas», quizá consiga que cada uno de vosotros os separéis del mundo por un tiempo ―el tiempo de la lectura―, y viváis en otros escenarios, en otras vidas”.

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