Dolores

Dolores Malsino gira la silla de ruedas hacia el crepúsculo, con el cuerpo dolorido y roto bajo una bata liviana y raída, casi transparente. La gradación de nubes turbias, sanguinolentas y doradas, de tonos velados que se metamorfosean en grises y se hunden en el poniente, es un déjà vu demasiado familiar. Lo ha contemplado otras veces, en la blanca porcelana del lavabo, mientras trataba de cerrar las heridas, u observando en el agua los dibujos y espirales que diseñaba la sangre junto al desinfectante de yodo. Mundos de hipnótica y sobrecogedora belleza. El azar determinaba el lugar: boca, ojos, nariz; el premio siempre para ella. Toda la fortuna que esperaba, su consuelo último, era que las señales no dejasen marcas que el maquillaje y las gafas de sol no pudiesen ocultar.

 Demasiadas caídas fortuitas y accidentes caseros, demasiada vergüenza en el banco, atendiendo a los clientes; a sus espaldas no cesaban los cuchicheos y las miradas de reojo. Hasta que su dignidad gritó ¡basta!, lo denunció y solicitó el divorcio. Eso desencadenó su furia por última vez.

La herida en el pómulo que le causó la hebilla se infectó y fue extendiéndose a la cabeza. Con el tiempo, se ha formado un absceso en la sien izquierda, del tamaño de una pelota de golf, que le presiona el cerebro. Una enorme bola de pus y desechos orgánicos que los médicos intentan combatir con nuevos y potentes antibióticos, mientras la infección destruye neuronas, suprime funciones y habilidades. La vista del “satélite TAC” es una gran esfera oscura sin vida, una laguna muerta. Un reset, un borrado de datos, de efectos imprevisibles, pero de síntomas evidentes y alarmantes: babea, no puede coordinar el habla, la boca entreabierta no responde, como si un dentista loco le hubiese inyectado una sobredosis de anestesia. Está confusa, con vértigos. La gravedad la atrae irresistiblemente hacia la derecha, arrastrando su cuerpo cuando está de pie. Los vómitos, escalofríos y la visión nebulosa no ayudan a mejorar su estado. Está jodida.

 Una lágrima se desliza por su mejilla, mientras piensa: «Ahora que he tomado la decisión, tal vez sea demasiado tarde».

 Dirige su mirada a los álamos y arces que rodean el recinto hospitalario; se agitan movidos por el viento; las hojas, miles de ellas, parecen llamarla por su nombre, una y otra vez, creando un eco caleidoscópico de matices rojizos entre las ramas. El último fulgor se hunde en el horizonte y la luz cenital, sombría, devora los últimos colores, imponiendo su gris mortaja. Entonces ve agitarse las sombras entre los troncos. Una oleada grisácea y siniestra surge de los árboles, la ola violenta y primera de un mar incontenible de bruma oscura. Avanza hacia el edificio, hacia ella. No tiene miedo.

De niña era asustadiza, le aterraban los relámpagos con sus estallidos y silbidos, bocas de serpientes que escupían raíces de fuego que sonaban como latigazos y telas rasgadas bruscamente; y los truenos con su redoble tétrico, inmensas bolas de piedra arrojadas desde el cielo que hacían temblar la tierra al caer y luego retumbaban mientras se alejaban rodando y gruñendo hacia las montañas. Con la edad se dio cuenta de que los monstruos que poblaban su imaginación no existían. Mucho peor eran las personas, «lobos con piel de cordero», en esa frase reflejaba muy bien su experiencia. Definitiva y concluyente al casarse.

Q.M.

Fragmento de: Lo que aprendió del mamut.