El lápiz y el microrrelato

Gracias a un mineral, el grafito, podemos plasmar, materializar, aquello que surge del interior cuando escribimos. Sí, ya sé que alguno pensará ¡Qué antiguo, si yo escribo con bolígrafo! o con Montblac, con mi PC, etc. Me retro-transporto a la época de la infancia en que un lapicero o una humilde caja de colores eran ni más ni menos que varitas mágicas de las que surgían maravillas o garabatos, qué más daba. En aquella edad, sin prejuicio alguno, todo era pura creatividad que se descubría a sí misma, llena de asombro. Mirábamos sospechosamente la punta del lápiz ¿Cómo es posible? Nos preguntábamos en nuestra cándida inocencia a medida que veíamos aquello que los trazos iban dibujando. Aquello que surgía de algo que ni siquiera comprendíamos, de una simple punta negra (el mecanismo de las varitas mágicas es realmente sofisticado y esotérico).
¿Cuántas historias no escritas pueden albergar los centímetros de vida de un lápiz?
Si se trata de una novela, un ensayo, un relato largo, apenas nos llega para escribir el inicio, necesitaríamos kilómetros. Pero en cambio para el microrrelato las posibilidades son casi infinitas, un océano ilimitado compuesto de miles, millones, de gotas de agua. Todas iguales, ciñéndose a unas reglas de brevedad, pero al mismo tiempo todas distintas. Cada relato un océano de sugerencias, certezas o dudas…cada microrrelato una miríada de experiencias, dependiendo de cada lector. Un único rayo de luz atraviesa el prisma y se convierte en una galaxia cromática.
La muestra de lo expuesto es evidente en estos tres clásicos:

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Augusto Monterroso

“Cuando me acosté ya estaba ardiendo”. Robert Fulghum

“Se venden zapatos de bebé, sin estrenar”. Ernest Hemingway