….
―Soy su cuidador preferido, me adora ―fueron sus palabras.
Tenía razón, el lenguaje corporal era tan expresivo que no había lugar a dudas. Se atraían mutuamente, saltaba a la vista. Recuerdo que un atardecer, al acabar la jornada, me acerqué para despedirme, sabedor de dónde buscarlo, y los encontré cogidos de la mano. Al oír mis pasos, se sobresaltaron e interrumpieron el contacto.
―No hacemos nada malo ―dijo con un tono entre ofendido y avergonzado, como un adolescente pillado “in fraganti”.
―No te estoy acusando de nada, no te preocupes, solo venía a saludar ―le respondí, sin haber asimilado aún lo que acababa de ver. No era el hecho de cogerse las manos, cosa habitual entre primates y sus cuidadores, sino que Pedro había sonrojado visiblemente y ella bajó la cabeza sin mirarme.
A raíz de mi insistencia sobre la necesidad de tomarse un descanso en el trabajo, de desconectar para restablecer su salud emocional, notoriamente afectada, me dijo:
―Los sentidos en general y los sentimientos en particular, así como el deseo, son más antiguos que la inteligencia. Son la fuerza de la vida en estado puro y primigenio, antes de la paralización del conocimiento, propio de los hombres, de lo que su mente considera y cree correcto y verdadero. Estoy dejando de juzgar lo correcto e incorrecto, lo moral o inmoral en mi actitud. Simplemente estoy aprendiendo a vivir en un mundo anterior a todo lo concebido por la mente humana. Yo diría que el paraíso, antes de que los hombres y sus dioses diferenciasen entre el bien y el mal. Makiki y los suyos nunca salieron de él. ¿Entiendes?
Después de aquella conversación, que me dejó mudo, cavilando en silencio, sobre los misterios que encierra la vida y la mente, no volví a hablar con él, ni lo vi de nuevo hasta el día que lo encontré muerto.
Lo saqué de la jaula y coloqué su cuerpo al lado de la escalera fingiendo una caída fortuita. Quería saber la verdad de lo ocurrido pese a la tristeza que me inundaba y, para ello, debía protegerla. Intuía que ella tenía la respuesta. Las gotas de lluvia arreciaron, las nubes parturientas abrieron su vientre dando paso al diluvio anunciado. Los relámpagos iluminaban la escena dibujando mi sombra erguida en el suelo junto a su cuerpo roto. Los truenos ahogaban mi llanto y las lágrimas se fundieron con la lluvia. Un lamentable accidente, fractura de cuello al caer, certificaron las autoridades. Nadie sospechó lo ocurrido.
Dos días después recogía sus papeles y objetos personales de su mesa de trabajo. Encontré la libreta roja… La ojeé por encima. Era un diario de campo sobre sus experiencias con Makiki. Anotaciones, datos temporales, nutricionales, los progresos realizados, etc. Había escrito mucho, pero solo en las dos últimas páginas, había unas frases sueltas que salían de lo estrictamente profesional. Nunca las olvidé:
“…es un amor demasiado perfecto, pero irrealizable para unos cuerpos que se rebelan a la posibilidad del mismo. Los condicionamientos de una y otra especie nos separan.
…atravesando la barrera insalvable de ser especies diferentes, burlando la genética, los cromosomas, las leyes de Darwin, todo lo conocido… más allá de las formas corporales y las diferencias, una misma y única realidad… paraíso perdido.”

Una semana después del entierro, me encontraba frente a la jaula de Makiki.
Iba languideciendo lentamente, no comía ni respondía a ningún tratamiento. Decían los etólogos que sufría una depresión severa debida a una inadaptación a la vida en cautividad. Apenas se percibía el aroma de las madreselvas; el olor acre a pena y desesperación se respiraban en su lugar hasta hacerse lacerantes. Había acudido acompañado de un instructor de una fundación benéfica para sordomudos.
―¿Qué ha pasado, Makiki? ―fue mi pregunta que el intérprete tradujo mediante gestos hábiles de sus manos.
Una chispita ardió en aquellos ojos apagados al reconocerme. Incorporándose, sentada contra la pared, movió sus dedos de manera lenta pero precisa. El intérprete traducía, mientras la estupefacción dibujaba en su cara extrañas muecas, fascinado ante el mensaje codificado que pasaba por los dedos de la gorila, y dijo:
―Mucho daño.
―¿Por eso lo mataste? ―le pregunté.
El traductor enrojeció ostensiblemente, unas gotas de sudor descendían a lo largo de su cara. No levantaba la vista más que lo imprescindible. Tradujo la pregunta y la respuesta de ella fue:
― Él, pedir. No daño, querer.
―Lo que me faltaba ―grité, mientras golpeaba en un gesto de impotencia y rabia los ásperos y fríos barrotes de la jaula―. Debí haberlo visto antes.
El intérprete dio un respingo, pero ella ni se inmutó. Comprendí la verdad al sumergirme en las profundidades de aquellos ojos que me miraban, cielos nocturnos donde una alegría extraña palpitaba. Luego, reclinándose y encogiéndose sobre sí misma, cerró los ojos.
Makiki murió aquella misma noche.

El fragmento, es de uno de mis primeros relatos: Makiki. Triste, tierno, trágico, transgresor, pero solo «un petit peu».