
La muerte camina a nuestro lado, desde siempre. Fingimos no conocerla y giramos la cabeza hacia otro lado rehuyendo el encuentro con sus ojos cuando nos cruzamos con ella.
Sin embargo yo sé su nombre secreto, me lo dijo cuando éramos niños. Y aunque pretendieron que lo olvidase, nunca llegué a hacerlo, era mi amiga. Nombrarla era llamarla, y siempre acudía alegre como un cachorro necesitado de cariño y caricias. También tenía otros muchos nombres, me gustaba Crepúsculo. Me advirtieron que no me acercara a ella, ni la mencionase, pues era malo frecuentar su compañía. No lo creí y aparentemente la relegué al olvido, al ostracismo de la soledad y dejé de jugar con ella. Tenía ocho años.
Antes de partir le hice un dibujo, una flor solitaria contemplando una puesta de sol y puse su nombre en el mismo. Lo introduje en una caja de metal que todavía olía a galletas, a vainilla y chocolate. Le puse también dentro mis guantes de lana azules, mis favoritos, pues siempre tenía frías las blancas manos. Y cavé un agujero bajo su árbol preferido y la enterré allí, rezumando dolor y lágrimas, bajo la verde hojarasca de las ramas, bajo las hojas caídas de la memoria. Y dejamos el pueblo y nos fuimos a vivir a la ciudad.
Volví medio siglo después, para reunirme con ella, tal era mi añoranza. Ni los años ni la distancia borraron su presencia. Es más, la erosión de las edades -escultor prodigioso el tiempo- tallaba en la dura roca sedimentaria de los ayeres eliminando aristas cortantes y vetas de cicatrices minerales en el corazón, desdibujando memorias pasadas cada vez más borrosas y anónimas y con los fragmentos y esquirlas desechadas se construían y definían cada vez más sus facciones, pura magia…me olvidaba de mí y se manifestaba ella, como un ave fénix renaciendo hermosa de entre las llamas.
La caja se había convertido en una herrumbrosa lata llena de agujeros a través de los cuales veía sus ojos tristes y apenados, grandes y limpios. Nunca dejó de ser niña…ni yo tampoco había crecido tanto.
Somos dos cuerpos gemelos, unidos por el hilo invisible de la existencia, una sola alma. Llegamos el mismo día, tenemos el mismo nombre y nos vamos cogidos de la mano, juntos, como siempre lo hemos estado.

«Ya sobre las tumbas no gimen los sauces; la muerte es “la cosecha, la que abre la puerta, la gran reveladora”; lo que está siendo, fue y volverá a ser; en una grave y celeste primavera se confunden las oposiciones y penas aparentes; un hueso es una flor. Se oye de cerca el ruido de los soles que buscan con majestuoso movimiento su puesto definitivo en el espacio; la vida es un himno; la muerte es una forma oculta de la vida; santo es el sudor y el entozoario es santo; los hombres, al pasar, deben besarse en la mejilla; abrácense los vivos en amor inefable; amen la yerba, el animal, el aire, el mar, el dolor, la muerte; el sufrimiento es menos para las almas que el amor posee; la vida no tiene dolores para el que entiende a tiempo su sentido; del mismo germen son la miel, la luz y el beso; ¡en la sombra que esplende en paz como una bóveda maciza de estrellas, levántase con música suavísima, por sobre los mundos dormidos como canes a sus pies, un apacible y enorme árbol de lilas!»
José Martí – (fragmento) El poeta Walt Whitman
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