El muchacho, después de despedirse de su madre, se aleja de la ciudad corriendo, quiere estar lo más lejos posible antes de que empiecen a escucharse los alaridos. Se cruza con gente, forasteros que vienen a divertirse y contemplar el espectáculo de «la rueda».

Obra de Cipriano, maestro cantero y sepulturero de la comarca, la inmensa lápida de piedra había traído fama y popularidad a la pequeña ciudad de Abisal, famosa por sus jabones. Consistía en una gran losa cóncava de granito, un embudo de pendiente suave dividido en 4 partes por una acanaladura con forma de cruz, tallada en la piedra, del ancho de una azadilla. En el centro y en cada uno de los extremos cercanos al borde, un orificio cilíndrico y profundo señalaba el emplazamiento de los postes. Cinco en total. Debajo del poste central una reja impedía la caída de objetos voluminosos a un plato metálico de un metro de diametro, de cuyo centro partía un tubo de cobre inclinado que descendía hasta el borde de la rueda, y acababa en un caño con una manecilla de paso.
La grasa corporal, expuesta a las llamas, adquiría una consistencia más líquida e igual que un manantial, borboteaba bajo la piel formando grandes ampollas de piel quemada que se rajaban, abriendo el cuerpo, desnudando a las carnes convertidas en manantiales de un liquido amarillento con hilos de sangre. Todo ello mientras los condenados se retorcían, sacudían y aullaban de dolor. Esa era la fase en que se recogía la mejor grasa, justo antes de morir y antes de que las carnes quemadas y las cenizas ensuciaran tan preciado tesoro. Las acanaladuras recogían el siniestro fluído que avanzaba lentamente hasta el tubo de desagüe, reptando como serpientes grotescas, gusanos deformes y sanguinolentos. Junto al caño brillante, aguardaban las jaboneras a la espera del macabro fluido. Media docena de mujeres vestidas de negro, cuervos de rostros afilados, oscuros y curtidos por el sol y el humo, caretas de cuero con ojos de cristal, mirada de muerta en vida…
—Quién lo diría, el primero en llegar ha sido Claudio el pastor, el más magro de todos y sin embargo parece que las cabras no agotaron su reserva —graznó una —lanzando una risotada al tiempo que escupía un salivazo.
—Tenía para todas, incluso para su viejo mastín. No me extraña que la Santapía reparase en esos pecados contra natura en los que seguro participaba el propio Satanás —dijo otra.
Y al afluente de sebo se le unieron las lorzas de doña Brigida. Decían las malas lenguas que por no haber accedido a alzarse las faldas ante el prior, este en venganza reveló secretos de confesión que, debidamente manipulados, la hicieron pasar por cabecilla de un grupo herético. Y el castigo por herejía por todos era sabido, la purificación en las llamas.
Al aumentar el cauce con las mantecas de un vagabundo —un muerto de hambre acusado y sentenciado por robar una gallina y comérsela cruda «cosa de demonios»— la grasa se deslizó más rápidamente, de manera fluida y continua y las viejas urracas hambrientas se abalanzaron avarientas contra el caño, con los cuencos de madera de chopo en las manos para recoger aquel preciado sebo que convenientemente mezclado con cenizas y otro ingrediente secreto, producía un jabón excelente que había traído fama y popularidad a la pequeña ciudad de Abisal.
Las gárgolas enjutas, árboles esqueléticos y resecos, con los pies enraizados en la muerte pero aún agitando las ramas y graznando avarientas, esperaban más, miraban en la dirección del cuarto poste, faltaba la grasa de ella, la que curaba a los animales. Más viendo que no surgía nada de aquel rincón, extrañadas y temerosas, se alejaron gritando antes de que el frio solidificase en exceso la manteca recogida.
Se había acabado el espectáculo, la masa informe se fue alejando de la rueda desperdigándose por caminos y veredas en un silencio de plomo.

Únicamente comerciantes bien escoltados se aventuraban a cruzar aquellas tierras para comprar el jabón de Abisal. El temor a viajar desaparecía ante los sueños de enormes beneficios que dibujaba la avaricia, el jabón valía su peso en oro. Y cruzaban con salvoconducto los peligrosísimos bosques que rodeaban la ciudad, observados por los matones y criminales al servicio de la Santapía y del alcalde. Los mismos que secuestraban «voluntarios» para la siniestra producción. El negocio requería materia prima de forma continua, pobres los infelices, ya fuesen hombres o mujeres, cuyo destino se cruzaba con ellos: eran golpeados con saña hasta dejarlos malheridos, con la bocas destrozadas para que no pudiesen hablar ni defenderse, se les acusaba y condenaba a la hoguera sin juicio y sin piedad alguna.
Abisal daba miedo a los peregrinos y viajeros, la comenzaban a llamar Abisal La oscura. El humo de las cremaciones había tiznado y manchado las piedras del campanario de la iglesia y los edificios cercanos, y posteriormente el hollín en suspensión caía espolvoreando casas, calles y árboles de la ciudad convertido en una delgada capa de fina azúcar quemada, persistente y pegadiza como los excrementos de la mosca negra. Raro era ver a persona noble o plebeya que fuese con la vestimenta limpia por la calle, que no se hubiese rozado a lo largo del día con aquella resina maldita.
«La oscura» no se refería a la suciedad, por mucho que el apodo fuese justificado, se refería al alma de la ciudad, a sus abominables pobladores, sedientos de horror y sufrimiento. Era una ciudad de demonios bendecidos, un árbol negro que hundía las raíces en el infierno, alimentado con la sangre y las lágrimas de los inocentes.
La especialidad era el jabón de rosas y el de jazmín. Productos muy demandados de los que obtenían unas buenas monedas ya que, los condenados al haber sido perdonados y bendecidos por un jerarca de la Santapía, adquirían el rango de «limpios de espíritu y exentos de pecado», antes de ser quemados vivos para purificar las pecaminosas carnes que precisaban de las llamas. Con su paso por el fuego las reliquias devenían sacras y puras también. Se afirmaba que el jabón de Abisal limpiaba la piel de impurezas y protegía de los vicios de la lujuria.
(Fragmento de Dandelion)
Leer los textos de Quirico es un placer, son como un bálsamo y una reflexión para el espíritu.
Conocerlo además personalmente es un regalo del que no me considero merecedor. Como el que en su camino encuentra un tesoro inesperado repleto de sabias reflexiones y de buenas vibraciones.
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Muy gentil tu comentario,reflexionesmarc, hacia lo que escribo, y el elogio que haces de mi persona es demasiado generoso. Lo aceptaré si nos tomamos unos pacharanes bien helados un día de estos. Muchas gracias por la visita.
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Un relato de lo más adictivo !! para cuando la siguiente entrega. Espero ansioso. Muy bueno 👍
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Gracias por la visita y el comentario Antonio. La próxima entrega pronto. Los bosques es lo que tienen: entras pero no sabes ni cuándo ni cómo vas a salir.
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