Nunca he viajado a Escocia

Recuerdos III

Nunca he viajado a Escocia, de ello tengo la certeza absoluta, no sufro de amnesia, pero he estado allí en sueños. Ni siquiera sé si tengo el mismo aspecto, la misma cara de mi identidad actual ya que en las ensoñaciones nunca nos vemos el rostro, somos únicamente visión. ¿En qué medida un sueño es real o imaginado? No lo sé, pero surge de algún lugar en mí, para mí, una sesión de cine privada, y se disuelven las imágenes en mí, en la oscuridad del sueño profundo. Se acaba la proyección y se apagan las luces.

Cuando escribí La sirena, la situaba en Escocia, al norte del Muro de Adriano ¿Por qué allí? Las sirenas son más del Egeo, del tibio mar Mediterráneo, me decía, pero perseveró el norte, y allí sucedió todo. Incluso lo que no he contado hasta ahora. El árbol ya estaba allí, el anciano tejo sin edad, el testigo y la prueba de la veracidad de esta historia.

En el año 410, cuando los sajones comenzaban a invadir Britannia y los romanos se replegaban hacia el sur,  un acontecimiento había causado gran consternación en Eboracum, la capital de la Britannia romana, incluso llegó el eco a la misma Roma. Un destacamento militar al mando de un oficial y clérigo guerrero, Lucius, que posiblemente hubiese sido nombrado obispo a su regreso a Roma, desapareció misteriosamente junto a un lago. En las crónicas monacales  se hace referencia a una masacre  provocada por una emboscada picta, aunque tal hecho jamás pudo verificarse ya que nunca aparecieron los cuerpos. Pero en cambio, en la tradición oral, la forma habitual de transmisión de conocimiento entre los antiguos pobladores, se habla de una leyenda,  una  Maighdean na tuinne, una doncella de las olas, una sirena, prisionera y torturada por los romanos, que halló consuelo junto a un árbol, su único amigo,  abrazándose a él antes de morir. Y las aguas lloraron, rugieron y alzaron su voz en un canto de destrucción engullendo a todos los hombres de armas, concluye la leyenda. Únicamente se salvaron los prisioneros que habían sido encadenados por los soldados. 

John William Waterhouse – La sirena

Fue a partir de ese momento cuando comenzaron a aparecer ofrendas a los pies del viejo tejo por parte de los supervivientes y peregrinos. Se había convertido en un lugar sagrado. Desde entonces existe La leyenda del Lago del Tejo. Hay que entender que no solo el tejo, todos los árboles tenían un profundo significado en el pasado, forman parte de un vinculo sagrado con los elementos. No son únicamente creencias,  sus raíces se hunden no solo en la tierra, sino  más adentro aún,  en los genes. El tejo además representa al ciclo eterno de vida y muerte, la eternidad. La esfera de la manifestación,  la rueda de la vida, raíces que se entrelazan con las ramas de los árboles sin principio ni fin, el yin y el yang. El cielo y la tierra son los primeros dioses, el padre y la madre, el árbol comunica ambos mundos, algunos lo llaman el hijo ya que se nutre de la luz a través de las hojas y de la oscuridad mediante las raíces.

Tejo by jhenning – Pixabay

Era todo demasiado idílico, demasiado bello, ya sabemos que lo positivo ejerce un poder de atracción perversa para lo negativo. Si vis pacem para bellum, si quieres paz prepárate para la guerra, y así fue, los conflictos no tardaron en llegar.

En el año 664 en el sínodo de Whitby se trataron de limar las diferencias surgidas entre las prácticas religiosas de la Iglesia celta y la Iglesia católica de Roma, en Northumbria y Escocia. Se unificaron los criterios imponiéndose  las teorías de la Iglesia Romana. Como consecuencia de aquello se eliminaron algunas concesiones que se habían hecho a una cierta teogonía pagana que coexistía con los santos católicos. Se quería extirpar todo rastro de religión que no fuese la oficial, y sus practicantes al igual que sus lugares sagrados, fueron perseguidos.

A orillas del lago,  alrededor del tronco del viejo tejo los peregrinos depositaban ofrendas de comida y hidromiel; de sus ramas bajas colgaban gavillas de cereales, manojos de bayas de serbal y flores atadas con hilos rojos, similar a lo que serían los adornos navideños hoy día. Era un lugar santo. El tejo del abrazo, se llamaba en aquella época ya que, después de agasajar al árbol con los regalos, la gente lo abrazaba antes de partir.  Era tradición pedirle y llevarse una ramita del mismo como recuerdo del viaje: «Anciano, dame madera tuya y yo te daré algo de la mía cuando sea un árbol».  

Tanta pagana veneración no pasó desapercibida y en una noche sin luna unos desconocidos lo rodearon de heno y leños, lo empaparon de aceite y le prendieron fuego. Estuvo ardiendo dos días y dos noches, su densa madera no quemaba fácilmente, al tercer día una tormenta apagó las llamas. Aunque el tejo ya estaba muerto se sostuvo en pie unas décadas más hasta que los elementos  y los insectos lo acabaron derribando. 

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