Quita la tapa trasera transparente del caleidoscopio, sacude el tubo y del cilindro caen las diminutas piezas de colores, traslúcidas, los pétalos de flores y estrellas caprichosas e irrepetibles que tantas veces ha contemplado. Dentro permanecen los tres espejos unidos formando un triángulo equilátero que se refleja y multiplica a sí mismo creando un prisma de múltiples facetas con aspecto de diamante. Se lo acerca al ojo y mira por el orificio del observador, y da un salto de alegría.
—¡Lo sabía! —grita entusiasmado. Ahora tiene seis prismas nítidos, mueve el invento arriba y abajo, seis imágenes del cielo, seis instantáneas del suelo herbáceo y seco, un ojo compuesto como una mantis, su animal preferido, y se dispone a cazar grillos.
Comprueba pronto que no es tan fácil sostener el caleidoscopio con una mano y con la otra levantar las piedras, así que aguanta la respiración para no hacer ruido y se imagina sus orejas girando como radares, ya lo ha localizado: ¡Cri, cri! ¡Cri, cri! a su izquierda. Se agacha, arranca el tallo seco de una gramínea y avanza despacito, sin dejar de mirar por el tubo. Hurga con la cañita en el agujero, el grillo permanece callado, mueve la brizna con más brío, casi enfadado, y esta acaba rompiéndose, la tira con todas sus fuerzas pero cae mansamente a sus pies.
— ¡Lucas, a cenaaaar! —oye que lo llama su madre.
—Ya voy.
Se guarda el tubo en un bolsillo y abandonando el jardín se dirige al porche con paso rápido. La caza le ha abierto el apetito.
Después de cenar, en el cielo ya hormiguean las estrellas en un telón de negritud que cierra el día, las mariposas nocturnas se acercan atraídas por la luz a los dos farolillos de la terraza. Afortunadamente son más fáciles de cazar que los grillos —los cuales han iniciado un concierto en toda regla— Toma la red oculta tras una enmarañada madreselva y de un gesto preciso atrapa una polilla de buen tamaño. La coge con cuidado de no lastimarla y allí sobre la mesa, oculto entre macetas de geranios, abre la trampilla del terrario y la suelta dentro. No olvida nunca que no les gustan los insectos muertos, únicamente se los comen si están vivos.
Se llaman Midori la hembra y Sutoro el macho, ella porque es verde y él porque es del color de la paja. Midori apareció un día subida y quieta como una gárgola diminuta en la rama de un rosal. Sutoro se lo trajo su padre hace un año, cuando estuvo en un congreso de hardware en Valencia, era de una subespecie africana y según le dijo más caro que un canario. Por eso estaban encerrados, para que no huyesen, aunque a veces cuando nadie miraba, abría la puertecita y dejaba que saliesen a explorar los geranios. La pareja permanecía inmóvil la mayor parte del tiempo, como una hoja, moviendo solo la cabeza que giraban en su dirección, creando el efecto de que lo miraban fijamente con aquellos grandes ojos abovedados y extraterrestres.
—Qué bichos más inquietantes, dan un poco de miedo, mejor así —dijo su madre cuando los vio recluidos por primera vez. Lucas no tuvo que insistir para que le comprasen un terrario, su padre por la pérdida económica que supondría que se escapase el macho; y ella por el alivio que le suponía el ahorro de un encuentro imprevisto con unos insectos que no eran de su agrado, y no lo ocultaba.
—Y no me digas que es porque te gustan, hijo, te podías haber enamorado de un cachorro de peluche, de un animalito cariñoso y alegre, pero no me esperaba esto, un insecto repelente y además de hábitos alimentarios muy asquerosos. Tienen prohibido entrar en casa, ellos y su comida. Solo me faltaría encontrar una alimaña en el sofá o paseando por la cocina.
—Tranquilízate Pilar —apaciguó su padre— Lucas sabe perfectamente que es de su absoluta responsabilidad el cuidado de las mantis. No habrá que recordárselo. Yo las encuentro también fascinantes, tienen cinco ojos, visión tridimensional como los humanos, ni siquiera los simios…
—Y además no son ni monstruosas ni asquerosas, también las llaman santateresa, será por algo —interrumpió el niño, con sorna.
—Estáis avisados —fue su respuesta— y desapareció ofendida, frunciendo los labios, tras la mosquitera de la entrada. Los cómplices se guiñaron un ojo al unísono, habían ganado el primer asalto.

Su madre es periodista, escribe artículos en la sección cultural de un diario regional y los sábados por la tarde es presentadora en un magazine de entrevistas a personajes relevantes del mundo del arte y las letras en una cadena de televisión. Siempre ocupada y apresurada, su lema es “A fondo” y Lucas no sabía si se refería a que le gustaba pisar el acelerador o a que le gustaba llegar a las profundidades de las personas. Delgada, estilizada, de pelo negro y lacio recordaba a una jovencita japonesa, sus ojos oscuros tenían además rasgos que hablaban de influencia asiática. Su padre pertenecía a una minoría étnica peruana que vivía aún en los límites de la selva amazónica. Por esa razón a la joven mente de su hijo le confundía ese rechazo a lo salvaje y a la naturaleza por parte de su madre, hasta que un día lo entendió: A ella le encantaba moverse en la jungla de asfalto, entre el bullicio y el ruido de una gran urbe, esquivando y en ocasiones ahuyentando a todo tipo de fauna: vistosa, hermosa, gritona, malcarada, sibilina, depredadora, carroñera… Era una naturalista, una bióloga social en un mundo de fieras, las más peligrosas cubrían la piel con chaqueta y corbata, de modales educados pero hipócritas, un mundo de egos trepadores tratando de llegar a lo más alto de las ramas. Su mirada los delataba, eran peligrosos, no de fiar y mucho más crueles que las mantis.
Su padre en cambio era lo opuesto, alto pero rechoncho, con el cabello rizado y siempre revuelto, enemigo del peine, bigotillo negro, gafas de miopía leve, azules como sus ojos. Camisas de cuadros remangadas hasta los codos, brazos peludos. Aspecto mezcla de profesor despistado y cocinero italiano. De mente brillante, había creado su propia empresa GHT (Green Heart Technology) y diseñado un dispositivo similar en aspecto y tamaño a un smartphone, que mediante un cable conectado a las hojas de las plantas captaba los cambios eléctricos de las mismas.
Recordaba la entrevista que le hizo en la televisión su mamá. La había visto cien veces, conocía cada palabra, así como la teoría de aquel proyecto a la perfección.
— ¿Entonces Sr. Donoso, su dispositivo graba los sonidos inaudibles que emiten las plantas? —le preguntó.
—Llámeme Carlos, por favor. Respondiendo a su pregunta: No, no es exactamente así. El dispositivo, mediante un cable acabado en unas pinzas, no en un micrófono o unos auriculares, se conecta a la hoja de una planta y recoge micro fluctuaciones eléctricas de la misma que son procesadas por un secuenciador y convertidas en un lenguaje.
— ¿Un lenguaje? ¿Similar a una partitura musical?
— Utilizamos el protocolo MIDI (Interfaz Digital de Instrumentos Musicales). Es un lenguaje que permite a ordenadores, instrumentos musicales y hardware comunicarse entre sí. No transmite señales de audio ni graba sonidos emitidos por las plantas. Son mudas, pero pueden comunicarse con datos.
—Es muy compleja de entender su explicación. ¿A nivel profano, cómo lo describiría?
—El dispositivo recoge datos de los biorritmos de la planta, de sus “ondas cerebrales”. Es igual que el gráfico de un electroencefalograma, nos da información de un individuo. También es parecido al mecanismo de las antiguas cajitas de música: un cilindro que gira mediante un resorte. En el rodillo hay unos salientes, similares a clavos, colocados en una determinada disposición que accionan al girar unas lengüetas que producen las diferentes notas. No es preciso tener conocimientos musicales, el rulo contiene la información codificada que la cajita interpreta.
Lucas adora a sus padres, son sus superhéroes preferidos. Viven en una burbuja de dicha, ellos tres y las mantis ¡perfecto! o al menos eso le parecía a él. Aquella noche su padre no volvió a casa, se quedaba durante la noche en el estudio de grabación trabajando en un nuevo proyecto. Lo había hecho en otras ocasiones, pero nunca su madre había llorado por ello.
— ¿Qué ocurre mamá? —le pregunta mientras cenan.
—Eso me gustaría saber a mi también —fue su respuesta. Y luego continuó —Nunca lo había visto así, tan metido en su mundo, tan hermético, con tantos silencios a su alrededor, él que siempre comparte sus experiencias, especialmente aquellas que lo asombran y alegran. En eso os parecéis mucho, no podéis esconder lo que pensáis ni sentís, sois como una telaraña de hilos casi invisibles, transparente, pero con una geometría compleja y perfecta. Solo os separan treinta años de diferencia.
—Será que el proyecto del cuarteto se le está complicando.
—Sí, pero no es solo eso. Crear un cuarteto con una aralia, una cala, un filodendron y un ficus es algo inédito y novedoso, que den un concierto y pueda grabarse un CD en directo lo es aún más, de hecho es una auténtica revolución mental. Hay mucha gente interesada en lo que se está ya considerando como un contacto con seres de otro mundo, aunque los vegetales siempre han estado aquí, a la vista. Por ello debería estar exultante y sin embargo no lo está.

(Continuará)
muy bueno!!
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:-)))¿Quién no ha desmontado nunca un caleidoscopio para ver como hacía «magia»? Viva la curiosidad infantil.
Gracias por la visita Fran, un honor.
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Toda la razón. La curiosidad siempre es magia!!! Un placer!!
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