—Pero primero dime ¿cómo te hiciste esas cicatrices?
—¡Ah! Entiendo —dice, tocándose la cicatriz de la frente. Sonríe al mirarla—. Estábamos en Jabarovsk, en el extremo oriental de Siberia, cerca del mar de Japón. Tierra de tigres. De allí era precisamente Snezhinka, nuestra tigresa blanca. Estábamos de nuevo en sus dominios; la llamada de la sangre, de la tierra y de lo salvaje la sienten igual que nosotros. Se paseaba nerviosa de arriba a abajo de la jaula, emitiendo unos rugidos breves, graves, como un lamento. Comía poco. Estaba agresiva.
El circo estaba lleno. A veinte grados bajo cero, el vapor de la respiración se condensaba en la parte superior de la carpa, como en la tapa de una olla; las gotas al enfriarse bajaban formando hilillos de agua que se congelaban al tocar el suelo y se convertían en charcos resbaladizos.

Milko se detiene unos minutos, va a la cocina, vuelve con dos latas de cerveza y dos vasos. Le hace una seña para que lo acompañe al diván. Se sientan, tiran de las anillas, se oye el silbido fuerte y breve del gas al salir. Se sirven el líquido ambarino. Él toma un trago y, silenciando un eructo, continúa:
—Imagínate, Natasha, un perfume hecho de mil aromas… tierra húmeda, sudor, comida, vodka, animales, el petróleo de la calefacción; la multitud abrigada con trajes y gorros de piel. Imagínate mil sonidos… Gente hablando, voces agudas, graves, niños llorando, gritos, peleas, borrachos cantando. Imagínate, multiplicados por mil, esos estímulos en la cabeza de un animal… Pero, más aún tratándose de un tigre, un ser solitario que se mueve entre la nieve o la espesura, con pasos inaudibles. Las criaturas permanecen mudas a su paso, siguiéndolo con los ojos. Un universo de silencio y quietud. Un mundo donde un leve sonido puede delatar una presa o hacerla huir. Una gota de sangre o de orina contiene para sus sentidos tanta información como nos podría dar una analítica de laboratorio. Son fieras, saben, no razonan como los hombres, pero saben porque la vida les habla y les revela sus secretos; cada árbol, insecto, hierba, olor, sonido o color tiene un significado. Con todos esos estímulos juntos, la tigresa estaba muy nerviosa, confusa. Alcancé a comprender que incluso pudo volverse loca por un instante, el del momento en que en vez de obedecerme a mí dejó aflorar su instinto de ¡matar!
Natalia retiene la respiración al oír la última palabra. Él toma aire, consciente de la expectación levantada. “Como en los viejos tiempos”, piensa. Luego sigue:
—¿Por qué pasó? Porque yo aparté mis ojos de los suyos, de sus pupilas azules como el hielo. Le di la espalda para saludar, después de un salto a través de un aro de fuego. No vi sus orejas retraerse, ni su boca abrirse mostrando los colmillos. Confiado, no me di cuenta de lo que ocurría hasta que oí los gritos y vi al tigre en el aire, volando hacia mí. Sentí una línea de fuego recorrer un lado de mi frente y luego una calidez recorriendo mi cara y pecho. Era mi sangre derramándose, acompañada de un sopor relajante. La mente quería entender lo que pasaba, y hubiese muerto allí en la contemplación de mis sensaciones; pero el cuerpo humano es sabio, su instinto de supervivencia es tan antiguo como el de las fieras. Mi mano se alzó para proteger el cuello de las fauces, y me aparté a un lado. Los dos dedos nunca aparecieron. Recibí otro zarpazo en la pierna izquierda que me hizo doblar la rodilla. La otra mano hizo restallar el látigo sobre su hocico. Se apartó rugiendo una amenaza, esperando un momento mejor.
Milko se sirve de nuevo, ella lo imita. El domador levanta el vaso invitándola a brindar. Suena el tintineo. Él pronuncia: Na zdorovie ; a nuestra salud. Beben.
Emite un chasquido con la lengua y, mirándola fijamente, se pone serio antes de hablar.
—Escucha bien, Natasha: Los animales son anteriores al hombre moderno. Hay creencias que dicen que son etapas por las que han pasado los individuos antes de ser humanos. Queda el recuerdo en el interior del cuerpo. Tenemos muchos genes en común con las bestias. Con los grandes simios un noventa y nueve por ciento, con otros animales la diferencia es mayor. El porcentaje compartido siempre es mucho mayor que la pequeña desigualdad que nos separa. Somos animales mamíferos, más que humanos; no podemos dejar de serlo. Es obvio. El cerebro nos da la comprensión de que es a la inversa. Es un credo, no una realidad. La verdad es que hay individuos donde su porcentaje animal domina su parte racional. Caras que nos recuerdan a un animal y, a veces, las actitudes nos recuerdan a otro. Son señales que atraviesan el inconsciente y se expresan físicamente en el organismo dando forma y expresión a un cuerpo. Mira siempre a los ojos, descubre el espíritu animal tras ellos. Observa y respeta lo que ves.
—¡Es verdad! —interrumpe ella, entusiasmada—. Aquí tenemos expresiones como cara de buitre, risa de hiena, valiente como un león, astuto como un zorro, cobarde como una rata, tozudo como una mula, y muchas más.
—Los chamanes, los hechiceros de todos los tiempos, han sido siempre los encargados de determinar el animal, el tótem del recién nacido. Con ceremonias, entrando en trance, a través de señales o marcas en el cuerpo —explica el domador—. Lo que contemplaste en la visión, Natasha, es aquello que ve tu tótem, el animal que portas dentro. El animal que te protege y al que debes proteger. Te está buscando.
—Pero eso es absurdo, Milko. ¿Cómo puedes creer esas cosas? Tú, que las domesticas, sabes que no se puede amaestrar una fiera completamente, que siempre son salvajes, aun en cautividad. Mira lo que te pasó con la tigresa. Las personas, en cambio, pueden aprender, evolucionar, mejorar.
Milko la mira, ve el entusiasmo con que habla, aquello en lo que cree: la bondad humana. Él sabe que una cosa es la bondad y otra lo humano, y que no siempre una va unida a lo otro, que en muchas ocasiones se excluyen mutuamente. Sonríe con tristeza en los ojos.
—¿Sabes el cuento del oso que se creía cabra? —pregunta y, sin esperar respuesta, comienza a narrarle—: “Un cachorro de oso se quedó solo cuando su madre fue abatida por unos cazadores. Después de vagar durante muchos días, solitario y hambriento, fue acogido por un rebaño de cabras montesas. Se crió entre ellas, comía lo que ellas, creció con ellas, caminaba a cuatro patas como ellas. Llegó a la edad adulta y se convirtió en un oso grande y fuerte, más grande que seis cabras juntas. Aunque se comportaba como un bóvido, los lobos, al verlo, no se acercaban mucho por aquellos parajes. El rebaño cabrío se sentía protegido.
Llegó un invierno muy frío en el cual la comida escaseaba. El grupo de cabras se había multiplicado y engordado al amparo del oso. Los lobos, hambrientos y envalentonados por el número, atacaron al grupo, mataron dos cabras, y las demás huyeron. El oso se fue saltando y balando con el resto del rebaño.
—¿Por qué te has ido? —le preguntó una, cuando ya se encontraban a salvo.
—¿Por qué no nos has defendido? —le dijo el jefe del rebaño.
—Soy una cabra como vosotras, he escapado como vosotras, ¿qué se supone que debo hacer? —preguntó el oso.
—No eres una cabra, eres un oso —afirmó un macho anciano.
—Ya que no eres uno de nosotros, quizá deberías irte —dijo otro al que le faltaba un cuerno.
—Nos da miedo que seas un oso —dijo una chiva joven.
—No sé qué es un oso, nunca he visto ninguno —dijo él.
—Vete, es mejor que te vayas —gritaron al unísono.
Bajando la cabeza, se fue y desapareció tras una colina.
Los lobos, viendo que se separaba del hato, se prepararon para la caza. Un oso tan grande les daría de comer durante muchos días. Además, se comportaba como una cabra. No había peligro. Lo siguieron, lo rodearon. El veía cómo se acercaban. Miró a su alrededor, nadie escapaba, él tampoco. No quería correr, tampoco tenía miedo. Lo atacaron. Uno le mordió la pata trasera, otro el cuello. Notó el dolor, notó la sangre y entonces gruñó. Se giró y de un golpe de sus garras abrió el vientre del lobo que estaba detrás. Movió las mandíbulas y de un mordisco y una sacudida le partió el cuello al otro. Se alzó sobre sus patas y rugió desde las profundidades de sus entrañas. El eco le devolvió el sonido, estremeciendo las rocas. Al oírse, despertó, descubrió lo que era. Un lobo saltó sobre él y el oso lo mató de un zarpazo. El resto de la manada desapareció espantada”.
Ella trata de asimilar lo que ha escuchado. Él prosigue, siente que le está regalando lo más valioso que posee:
—La ciudad es un sitio muy duro para vivir. Es una jungla. Hay muchas bestias acechando. No se caza, simplemente se mata, por placer, por robar, por cualquier cosa. Se hace daño sin motivo. Las presas se convierten en víctimas. Fieros y mansos conviven sin distinguirse entre ellos. A veces, la gente no sabe muy bien qué es. El oso creía que era una cabra porque creció con esa idea. En la ciudad hay presas que se convierten en alimañas y depredadores que son mansos como ovejas. Míralos a los ojos, trata de ver qué animal se esconde detrás. Observa con cuidado.
Q.M.
(Fragmento de Fieras)
Debe estar conectado para enviar un comentario.