Infelicidad

El esqueleto lucha por salir del cuerpo; estira brazos y piernas y los sacude enérgicamente, con movimientos bruscos, tratando de romper las sólidas uniones que forman los tendones y ligamentos. Los músculos se contraen impidiendo cualquier movimiento. Los ojos, desesperados y tristes, hablan de la imposibilidad de escapar mientras el cuello se tensa hacia atrás aplastando la almohada con la cabeza. El dolor es insoportable.

Me despierto empapada en sudor. Aún soy prisionera de la vida; la mente quiere morir, el cuerpo no la deja.

Unas líneas de luz se filtran por los resquicios de las persianas y se proyectan sobre la pared de enfrente iluminando, entre penumbras, el retrato de nuestra boda. Aparto la mirada. Me siento sobre la cama y el nombre, de nuevo, vuelve a mi mente: Fibromialgia, me la diagnosticaron en el hospital hace dos meses. Es una patología controvertida, de la cual es difícil determinar las causas. Dolores persistentes, rigidez. Pero yo sé la verdad acerca de la causa de mi enfermedad: matrimonio.

Desciendo a la planta baja. Los peldaños de roble crujen bajo mis pies. La baranda torneada también es de roble. De roble americano, para ser exactos. Conozco por el nombre todas las maderas que revisten y amueblan la casa: caoba, palisandro, ébano, sapelli, acajú y otras. Javier se encarga de nombrar y resaltar el origen de cada pieza cuando hace ostentación ante los invitados o simplemente cuando se dirige a mí o a Verónica: «Cuidado, cariño, con la rinconera, no coloques ahí el jarrón con las flores, no sea que se raye, es de palisandro de la India». O bien: «Dile a la asistenta que no frote muy enérgicamente las puertas del salón, no sea que salte la laca, ya sabes que son de sapelli africano. Me costaron una fortuna, hay que cuidarlas».

La vivienda reúne todas las especies arbóreas protegidas y amenazadas del planeta, y por eso son tan costosas; un lujo solo para los más exigentes. Imagino a los grandes árboles humanizados, huyendo y ocultándose cada vez más en las profundidades de selvas no holladas por el hombre. Siento pena cada vez que contemplo el salón, donde un gigante ha sido convertido en un suelo de parquet, de caoba brasileña, pisado una y mil veces por aquellos seres humanos de los que no pudo huir.

En la cocina encuentro a Vero; está recogiendo los platos del lavavajillas y colocándolos en el interior del armario. Alza la cabeza al oírme llegar y un gemido se escapa de su boca antes de cubrirse los labios en un ademán automático. Sus ojos hablan por sí solos. Ha visto el círculo morado que rodea mi ojo derecho. No es la primera vez, por eso le hago un gesto con la mano, como quitando importancia a lo sucedido, y le sonrío. Me devuelve una sonrisa apenada. Se gira y pulsa el interruptor de la cafetera eléctrica. El piloto rojo se enciende. Coge dos tazas de la estantería y cuando se vuelve y avanza hacia la mesa, muestra una sonrisa alegre: sabe que lo mejor es no ahondar en la herida, no luchar contra la negatividad, mostrarse positivo.

—Si se lucha contra lo malo, se incrementa su poder y nos desgastamos; pero, si acrecentamos lo bueno, automáticamente lo malo pierde fuerza —me dijo en una ocasión, sabiamente.

Cojo de la nevera la mantequilla, el bote de mermelada de arándanos y los coloco sobre el mantel; del cajón debajo de la mesa, saco dos cucharillas y dos cuchillos de postre. Ella regresa con un plato de tostadas calientes y la cafetera. Se sirve la primera taza de café.

—Ya sabes que a mí me gusta más flojo —dice, y me sirve a continuación.

Vero saborea lentamente su café mientras yo unto las tostadas y desayuno. Me mira de reojo, preocupada, pero cuando se encuentran nuestros ojos, sonríe. No es indispensable hablar para comunicarnos. Su sola presencia me consuela y acompaña en esos instantes sombríos. Es mi única amiga, el único testigo de mi infelicidad.

Q.M.

(Fragmento del relato: Otoño)

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