
MAUDIE
Maudie, cuando las rojas ascuas se enfriaron en tu hogar,
Pájaros negros se alzaron de las cenizas convertidos en una nube oscura,
Trayendo la noche a tu vida.
Negritud que avanzaba enroscándose a los árboles, como una enfermedad,
Devorando las formas y cubriéndolas con sus alas de cuervo,
Consumiendo el color de las hojas, marchitando los recuerdos felices.
Todo árbol, toda roca, todo lugar conocido han desaparecido
Convertidos en una masa sin forma.
Los rastros de vida se han vuelto invisibles, como criaturas no creadas
Qué no han sido extraídas a la luz, qué no han salido de la noche.
Crepúsculo muy negro, oscurísimo, los rostros no pueden verse.
La propia presencia ha perdido sus límites, fundida en las sombras.
No tenemos forma, pero estamos aquí, las tinieblas no nos disuelven,
En todas las direcciones que buscamos nos encontramos.
Hemos perdido los sentidos, no vemos, no oímos, no hay tacto.
Hay una plenitud inabarcable, una matriz palpitante, infinita,
Llena de vida que empuja y avanza lentamente, que desea nacer.
Maudie toma tus pinceles, y coloréanos la vida
Con tu presencia, tu felicidad, la paz de tu mirada

Maud Lewis
El escultor toma un bloque de mármol, informe, y lo transforma en una figura, un ángel o un demonio. Sigue siendo un bloque de mármol, pero ahora, con nombre y forma. ¿Dónde estaba la forma antes de manifestarse como tal, en el mármol, en la mente del escultor, en las energías que nos rodean? Al darle nombre y forma, automáticamente pasa a ser un objeto, y este a su vez poseerá unos atributos físicos, será etiquetable, p. ej, escultura armoniosa, hermosa o fea, grande o pequeña; de ángel como concepto idealizado: bueno, positivo, piadoso, luz, amor, etc…El mármol permanece ajeno a todo este ajetreo mental, es indiferente, inerte, siendo la única certeza tangible de la escultura. Las cualidades que la mente le confiere son solo pensamientos, ilusiones que conforman una realidad aparente.
Existe una película titulada: Maudie, el color de la vida, que refleja algunos aspectos de la existencia de la pintora canadiense Maud Lewis. No lo tuvo fácil, especialmente tras la muerte de su madre, rechazo por parte de sus únicos parientes, rechazo en la escuela por su aspecto, sufría desde la juventud de artritis reumatoide que le había ido deformando la espalda, encorvándola, y las manos al punto de convertirlas en muñones con escasa movilidad. Su vida de casada tampoco fue un jardín de rosas, maltrato físico y psicológico por parte de su marido. Vivieron siempre en una casa diminuta, muy modestamente. Pero su existencia, aparentemente desgraciada, no consiguió apagar su luz. Sí, Maud era una mujer luminosa, al igual que el trozo de mármol sin esculpir, ella era un bloque pétreo de dicha, y la manifestaba a través de su carácter dulce y siempre agradable con las personas y animales. Y su resplandor era especialmente visible en los cuadros que pintaba, bellos, coloridos, sin sombras, de tamaño algo mayor que una postal dado que sus brazos no le permitían movimientos más amplios. Su realidad, su esencia, su ser, sobresalía por encima de las condiciones que su cuerpo le imponía. Y esta presencia, la sombra gigante de una anciana diminuta, alumbraba los rincones oscuros de las personas a su alrededor y de aquellas que la visitaban para comprar uno de sus cuadros. Aceptación, era su secreto para la felicidad.

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