
Se acababa el hanami, la contemplación de las flores del cerezo. En su máximo esplendor y belleza, las efímeras flores se desprendían por miles de sus ligeros pétalos rosados, y caían perezosamente, suspendidos en el aire, atenuando todo movimiento y prolongando durante unos instantes más el espectáculo de su etérea belleza.
Era un momento que el viejo Noguchi amaba especialmente. Gustaba de pasear entre los árboles sintiendo los sutiles golpecitos de los pétalos en su rostro y la ausencia de sonido que producían sus sandalias al deslizarse por los senderos blancos. Su espíritu captaba la esencia viva de aquel momento. Aquellos pétalos cayendo le recordaban su propia vida y el no retorno del pasado, la lentitud de una existencia extinguiéndose plácidamente tras un ayer no exento de sufrimiento, esplendor y honorabilidad.
Noguchi era monje y jardinero en el monasterio zen de Ryoan-Ji, en Kyoto, donde era un venerado sensei…
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