Odiaba ser su hijo, carne de su carne, aferrada a mis huesos, de la que no podía desprenderme, y era para siempre. Sin embargo, pese al horror que me causaba, secretamente ambicionaba ser más parecido a él; envidiaba no ser un digno heredero de su violencia y agresividad. Recordé el otoño pasado, cuando mi padre había cazado un jabalí monstruoso de noventa quilos con sus propias manos, sin arma de fuego, ni lanza, simplemente con la ayuda de dos perros y una daga de remate de treinta centímetros. La gesta le había supuesto una herida profunda en el muslo, no había tocado la arteria femoral, y se repuso tras la intervención quirúrgica y cincuenta grapas de sutura. Los perros de presa habían corrido peor suerte, murieron, destripados en un paraje reseco entre arbustos de enebro y hierbas secas, haciendo aquello para lo que habían nacido, matar.
Sí, yo no amaba el contacto y la visión de la sangre como él. Quizás de esa forma me habría sido más fácil encontrar una solución para acabar con su vida. Algo rápido y definitivo, algo de lo que no pudiera escapar.
Fue en un libro de botánica, un mundo que me apasionaba y que no pocas indirectas y reproches me había generado por parte de mi padre «eso son cosas de mujeres», donde había hallado la solución:
«De la saliva de Cerbero al caer al suelo brotó el acónito de flor azul. La poción tóxica y mortal, el veneno más potente de Europa, el que quita la vida con un simple sorbo o un rasguño, el preferido para untar el filo de las armas blancas y las flechas».
Sí, podría servir, sólo faltaba encontrarlo y prepararlo, para dos…para mi padre, para mí.
Yo también lo merecía, por cobarde, por no reaccionar cada vez que él le gritaba, la ofendía y la insultaba. Quizás entonces una acción mía hubiese cambiado las cosas. Tenía ya catorce años. Pero me callé, mi miedo trataba de comprender y razonar cada uno de sus maltratos. Trataba de justificar su mala fortuna en el juego, la creciente miseria en que nos revolvíamos por causa de sus deudas. Quería creer que se trataba de una enfermedad, que necesitaba comprensión, que tenía solución. «Sí, solo una vez más, te prometo que será la última, recuperaré lo perdido, lo presiento». Mi esperanza, que se superponía sobre mis temores, como la máscara sonriente de un actor, era que las cosas volverían a ser como antes, una jugada maestra, un giro inesperado de la fortuna nos devolvería a la realidad y nos sacaría de aquella pesadilla.
Pero la pesadilla, lejos de finalizar, fue cobrando más vida, creciendo como una neblina turbia, viscosa y oscura, que enfriaba la sangre y alejaba la vida. Nuestra casa dejó de ser un hogar y se convirtió en un mausoleo silencioso y opresivo, miradas que evitaban el encuentro con sus ojos, cada vez más inquietantes, más torvos. El preludio de una tormenta imprevisible. No tardó en llegar.
Aquella noche salté de la cama alertado por los gritos de mi madre, asomé la cabeza por el quicio de la puerta tratando de oír. Discutían de nuevo, luego la oí gritar, alaridos de dolor y golpes sordos sin eco. Y de pronto, silencio, quebrado por un monólogo repetitivo pronunciado con una voz irreconocible. No era la ebriedad que a veces forraba de trapo las palabras ralentizándolas, esta vez no, era una voz fría, sin remordimiento ni pena.
─Te lo advertí que no me hablases así, tú te lo has buscado, me has obligado, ha sido por tu culpa. Vas a tener que tener otros modales conmigo.
─ ¡Mamá! ─grité, mientras corría hacia su habitación. Ella estaba tendida en el suelo inmóvil.
Me agaché sobre su cuerpo. Una mano me cogió fuertemente los cabellos y tiro violentamente de ellos hacia atrás haciéndome incorporar.
─ ¡Déjala nenaza! Y me empujó hacia la entrada cayéndome de culo. Se me escaparon unas gotas de orina.
─¡Vete! Fueron sus únicas palabras.
Las piernas no me respondían presas de un temblor incontrolable. Me arrastré hasta mi habitación y me acurruqué en la cama, convertido en un feto encogido sobre sí mismo, con las palmas de las manos tapando con fuerza los oídos para aislarme de una realidad que no quería vivir. Un chirrido de grillos enloquecidos inundaba mi cabeza, las lágrimas de rabia y desesperación eran abundantes, calientes y amargas. De pronto, los insectos de mi mente se detuvieron asustados por algo, aún con los ojos cerrados mis orbitas se giraron hacia el jadeo, hacia la respiración pútrida y ardiente que sentía en la nuca. Levanté los párpados y vi aquellos ojos sobre unas fauces monstruosas, me miraban con fijeza, abismos atrayentes que te invitaban a caer dentro; la baba viscosa y sanguinolenta caía sobre el suelo salpicando y creando cráteres de los que surgían verdes tallos salpicados de hermosas flores azules que semejaban caperuzas diminutas de seres fantásticos.
Sí, el acónito era la solución.

A la mañana siguiente un sol esplendido entraba por la ventana de la cocina cuando bajé a desayunar. ¿Realmente había tenido lugar la noche anterior? Mi padre estaba en su trabajo, mi madre colocaba unos cubiertos en el lavavajillas y sonrió al verme. Se incorporó, un gesto de dolor le hizo llevarse una mano al costado. Disimuló y me dio un beso mientras comentaba lo que pesaban los años: ─Me hago mayor, Bruno.
─Mamá… ─dije yo.
Ella con el dedo índice sobre sus labios me suplicó silencio con los ojos. ¡Nenaza! Retumbó en mis oídos y avergonzado bajé la mirada. Era mejor así. ¿Para qué hablar, para qué remover la mierda?
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