En Antes de Adán, Jack London, nos narra las vivencias de un joven que al acostarse y entrar en la fase de sueño onírico, pierde su identidad de forma involuntaria y se convierte en un primate homínido, un Australopithecus, viviendo en un mundo prehistórico lleno de peligros y por ende de miedo, y donde la supervivencia, día a día, es el logro más valioso.

Se comenta por parte de los estudiosos que la sensación de caer de nuestro lecho que en ocasiones nos sacude y sobresalta es una reminiscencia de esos tiempos arcanos, de cuando vivíamos entre las ramas de los árboles y una caída podía significar la muerte, el suelo no era lugar seguro para pernoctar. Aproximadamente dos millones de años después, de una especie de Australopithecus surgió el género Homo, del cual y tras varios procesos evolutivos dentro del mismo taxón, nacería el hombre moderno, Homo sapiens. Vinculados a esta especie se encuentran dos de los hitos más decisivos en la historia de la especie humana: las cavernas y el fuego.

«Damián se acurruca en la cama, se encoge sobre sí y se abraza las piernas, él no lo sabe pero está adoptando la posición fetal. ¿Cómo lo va a saber si solo tiene seis años? Se cubre la cabeza con la sabana y permanece quieto en su improvisada cueva. Aguarda unos instantes, no se oye nada, silencio, enciende la linterna que guarda bajo la almohada, se incorpora, se siente protegido y seguro, comienza a dibujar. A sus abuelos no llegó a conocerlos, pero los ha soñado y los pinta sonrientes, sentados bajo un olivo, con grandes sombreros de paja, también ha dibujado a su hermanita soplando un pastel con una vela, luego ya no volvió a dibujarla más, aún recuerda el llanto de mamá abrazada en silencio a papá, recuerda sus ojos que lo miraban con perplejidad y también con temor. Desde entonces dejó de dibujar a la familia. Era mejor, y no enfadaba a nadie, pintar a desconocidos y a todo tipo de animales. “Qué gracia, Damián, has dibujado a copito de nieve, te ha quedado precioso”. Sonreía, pobres, ellos no entendían nada, estaba claro que no era un gorila sino un señor muy antiguo, más que un Rey Mago, él lo conocía.
”Este niño tiene una imaginación, se le ocurren unas cosas”, fue la frase que más escuchó durante su infancia.
Hasta que llegó a la pubertad, entonces sus padres consideraron que su creatividad era una anomalía a la que dedicaba demasiado tiempo, se había convertido en una obsesión, pese a la destreza y perfección de sus trabajos y los galardones obtenidos en la escuela. El realismo de sus personajes incomodaba. Se tenía la sensación de haberlos conocido hacía mucho tiempo, el recuerdo no era un atajo, no llevaba a la memoria de un suceso que nunca existió. Lo peor era el desasosiego que producían, especialmente sus miradas, cómo si aquellos ojos fuesen jueces de los secretos inconfesables que todos portaban dentro».
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