“Es un monólogo del último habitante de un pueblo abandonado del Pirineo aragonés. Entre “la lluvia amarilla” de las hojas de otoño que se equipara al fluir del tiempo y la memoria, o en la blancura alucinante de la nieve, la voz del narrador, que está a las puertas de la muerte, nos evoca a otros habitantes ya desaparecidos y nos enfrenta a los extravíos de su mente y a las discontinuidades de su percepción en el pueblo fantasma del que se ha adueñado la soledad».
La lluvia amarilla, de Julio LLamazares. Ed. Seix Barral.
A veces, sentado ante el ordenador, me pregunto si esto que escribimos y compartimos son conversaciones o simplemente monólogos. Me pregunto si buscamos respuestas al otro lado de la pantalla, o simplemente el hecho de escribir es la respuesta a la pregunta no formulada. No en vano alguien dijo, sabiamente, que las respuestas surgen del mismo lugar de donde provienen las preguntas. De nosotros mismos. ¿Entonces? Quizá es que ver nuestros propios pensamientos alejados, proyectados fuera, nos permite percibirlos y comprenderlos mejor. Los árboles no dejan ver el bosque. Nos acercamos algo tanto a la vista que se torna borroso, pierde los contornos, se convierte en una pintura impresionista, si la aproximamos más se convierte en una mancha abstracta de color.
El anciano, a las afueras del pueblo, está sentado en un banco viejo y gastado, la mano apoyada sobre el banco es un sarmiento reseco, del mismo color castaño de la madera. La otra mano cubre sus ojos del resplandor del cielo mientras escruta las lejanas nubes tratando de distinguir formas conocidas, como antaño. Su mirada navega entre gasas deshilachadas y espumosos algodones flotando en un mar azul, sus pensamientos en calma ya no se agitan buscando respuestas. Hace tiempo que no tiene preguntas, hace tiempo que en las nubes no se le aparecen rostros.
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