El JARDINERO
Se acababa el hanami, la contemplación de las flores del cerezo. En su máximo esplendor y belleza, las efímeras flores se desprendían por miles de sus ligeros pétalos rosados, y caían perezosamente, suspendidos en el aire, atenuando todo movimiento y prolongando durante unos instantes más el espectáculo de su etérea belleza.
Era un momento que el viejo Noguchi amaba especialmente. Gustaba de pasear entre los árboles sintiendo los sutiles golpecitos de los pétalos en su rostro y la ausencia de sonido que producían sus sandalias al deslizarse por los senderos blancos. Su espíritu captaba la esencia viva de aquel momento. Aquellos pétalos cayendo le recordaban su propia vida y el no retorno del pasado, la lentitud de una existencia extinguiéndose plácidamente tras un ayer no exento de sufrimiento, esplendor y honorabilidad.
Noguchi era monje y jardinero en el monasterio zen de Ryoan-Ji, en Kyoto, donde era un venerado sensei —maestro— en el arte de la jardinería. Como únicas herramientas de su arte, un gastado rastrillo de bambú y sus manos; como materia de sus jardines, una extensión de arena blanca y un número impar de piedras. El anciano deslizaba el rastrillo a lo largo del jardín describiendo movimientos ondulantes sobre la arena y trazos como un pintor sobre una tela. El viejo Noguchi había captado el secreto de dar vida a la esencia oculta tras las apariencias externas, por eso evitaba cualquier otro elemento que distrajese la atención del espíritu. La arena devenía en agua que bañaba las costas de islotes en círculos concéntricos y excéntricos, y las corrientes marinas se transformaban en olas que acariciaban la playa.
El monje era ciego. No nació así.
En un pasado lejano, sus padres, temerosos de que aquel hijo de aspecto enfermizo no pudiera afrontar los rigores de la vida, decidieron que la mejor manera de endurecer su físico y su carácter era someterlo a alguna disciplina del antiguo bushido, el camino del guerrero.
La Omory-Ryu, la severa y famosa escuela de kendo —la vía de la espada—, se encontraba no muy lejos, al pie de la montaña, y allí, por indicación de sus padres, se presentó un día. Y continuó asistiendo durante largos años, adquiriendo gran destreza con la katana, bajo la tutela del maestro Kuroda, hasta llegar a ser uchi-deshi, ayudante personal del mismo, y digno sucesor en la transmisión de la enseñanza. Pero los Kami, espíritus que rigen los destinos de los hombres, tenían el suyo decidido.
En la tercera década de su vida, durante el entrenamiento diario, al pie del monte Nara, en un claro del bosque, entre frondosos cedros azules y arces dorados anunciando el invierno, un resbalón de Uemura, su oponente, sobre una roca cubierta de musgo, le produjo un corte involuntario sobre la sien derecha y dio con él en tierra. Mientras perdía la conciencia, tendido en el suelo, veía las cercanas ramas de un enebro enano cambiar lentamente del verde esmeralda al negro. Cuando despertó, no podía ver. Achacó el suceso a su karma nefasto que, como una ola gigante, avanzaba sobre su vida destruyendo todo a su paso e inundando de desdicha su ser. Primero fue la pérdida de Aiko, su amada, de la cual ni el recuerdo le estaba permitido, pues el dolor estaba allí, penetrante como el filo de una espada que se introducía lentamente en su corazón, cortando y separando el pasado de un presente sin ella.
Dijo un antiguo sabio: “Cuando un pez nada, sigue nadando sin que el agua se acabe. Cuando un ave vuela sigue volando y el cielo no tiene fin. Jamás un pez nadó hasta salirse del agua, ni un ave voló hasta escaparse del cielo”.
Como un pez nadando en un lago grande y profundo, había nadado en las aguas de la vida y en la sonrisa de Aiko, y el agua, así como su felicidad, nunca se acababa. Con la muerte de ella, su mundo quedó reducido a un pequeño estanque de lotos amarillos y rosados, donde permanecía oculto bajo las piedras del fondo, ajeno a la belleza que lo rodeaba. Pero fue con la posterior ceguera cuando su mundo se convirtió en un minúsculo, vacío y frágil recipiente donde nadaba dando vueltas sin fin alrededor del pozo negro y sin fondo de la locura.
Sin saber qué hacer con su vida y a instancias de sensei Kuroda, una vez curada su herida física, abandonó la escuela y se dirigió al monasterio más cercano, buscando refugio y fortaleza espiritual para afrontar la nueva situación. Había acabado el invierno y el aroma de las flores de cerezo flotaba en el aire, las umbelas de los abetos y los cedros crecían nuevamente, y de los brotes tiernos emanaba una tenue fragancia balsámica. Sobre su cabeza, una bandada de escandalosos cisnes se dirigía a los lagos del norte.
Una vez llegado al monasterio, el compasivo abad le ofreció un lugar donde cobijar su cuerpo y sosegar su mente, y un cuenco de arroz del que comer a cambio de pequeñas ayudas en la cocina.
Y allí sigue desde entonces. Los hechos de su vida, posteriores a su llegada al monasterio, son una larga historia, que otro día os contaré. Lo que sí debéis saber es que los monjes más ancianos comentan que la ceguera fue una gran bendición, para él y para todos. Al perder la vista, su espíritu obtuvo la visión más allá de los límites de los sentidos, y también la posibilidad de transmitir esa percepción a los demás. Muchos son los visitantes que se acercan a los jardines de Ryoan-Ji y admiran los surcos en la arena y las rocas emergentes, y elogian la labor del anciano, la perfección de su trabajo y la maestría en captar el paisaje vivo. Muchos son los que perciben únicamente la forma exterior, lo manifestado.
Pero… Se dice que hay personas que trascienden la forma externa y penetran en lo no-manifestado, allí donde los ojos y la mente no llegan, donde la transmisión simbólica se hace de espíritu a espíritu. I shin den shin.
Cuentan que si te inclinas hacia delante, en los paisajes de arena del viejo Noguchi puedes ver la imagen de tu interior reflejada en el agua.
Q. M.
Ilustraciones: Eva Sánchez Gómez http://www.evasanchez.cat/
Este relato, ahora corregido y revisado, se publicó con las ilustraciones que lo acompañan en la revista Colors nº 20, de la Fundación Adis para personas discapacitadas, en diciembre de 2008.
Cuéntame un día la historia que late bajo este magnífico relato. Me lo llevo.
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Cuando quieras Txaro. Básicamente habla de esas personas anónimas que nos encontramos por la vida y que aparentemente juzgamos por lo que vemos de ellas, no por lo que realmente son. La típica y tópica frase de: «Las apariencias engañan». El error está solo en el ojo que mira, no en lo que ve.
Gracias por tu comentario.
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Un relato magnífico, que si no te importa voy a publicar en mi Facebook, enhorabuena. Y las ilustraciones son preciosas. Volveré con más asiduidad, amigo. Abrazo!
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Gracias por tus gentiles palabras Beatriz. No me importa que lo publiques en tu Facebook, es todo un honor para mi.
Un abrazo.
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