Cuando el invierno aún no ha acabado, el rey blanco del hielo recorre por la noche sus dominios. A su paso se levantan ráfagas glaciales, con el ondular de su capa, que despojan de las últimas hojas secas a los árboles. Sus dedos gélidos arrojan una siembra de finos cristales, estrellas níveas con el corazón de fuego azul y brillos de turbadora belleza, que queman cuanto tocan. Cuando los animales permanecen en sus madrigueras, lejos de aquellas manos glaciales que cortan como cuchillos…
Cuando todo eso ocurre…Indiferentes a lo que sucede en la superficie, refugiados bajo la nieve, los cólquicos empiezan a brotar, sus tallos van emergiendo hacia la luz lentamente. Más abajo aún en la cálida tierra, los finos filamentos de las raíces de los árboles se extienden buscando sustento. Aunque parezcan secos y engañosamente sin vida, los brotes se están formando en los vástagos. Hay mucha actividad, muchos procesos realizándose, cuando aparentemente nada sucede y todo está en quietud.
Lindo….
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🙂 Saludos margret!
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Eso pasa en todas partes, Es delicioso saber que la calma es una cortina de humo.
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Sí, la calma es el movimiento aún no visible, pero está ahí.
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Me has hecho evocar, en esta entrada y la siguiente, los inviernos de juventud pasados en las montañas leonesas, el recogimiento y esa mirada atenta por entre el frío de los días. Bello, muy bello. Salud.
Julio G. Alonso
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Los inviernos blancos en la infancia marcan mucho, son un estímulo muy grande para la imaginación. Me alegra haberte traído de nuevo el olor de la nieve. 🙂
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